30.4.09

Crítica de "Z32", de Avi Mograbi (Clarín - Versión extendida)


Hay que reconocer que los cineastas israelíes se las ingenian muy bien para encontrarle la vuelta a tratar asuntos tan complicados y espinosos como los crímenes de guerra. Y que lo hacen con originalidad y, como en este caso, hasta con sentido del humor. Si la celebrada "Waltz with Bashir" apostaba a documentar una masacre mediante la animación, en "Z32", a Avi Mograbi se le ha ocurrido la idea de que una buena forma de tratar el tema de su película --el testimonio de un soldado acerca del asesinato de policías palestinos durante la Segunda Intifada-- sea a través de canciones.

No, "Z32" no es un musical. Se podría decir que es un documental con canciones. O uno en el que el director filma la confesión de un soldado y se dirige a la cámara --a través de temas musicales-- para confesarle al espectador sus dudas con respecto a lo que está haciendo. "Mi esposa dice que no debería hacer esta película --dice/canta--. Cree que el soldado busca absolución a través mío y que yo lo uso para hacer un producto artístico". El hecho de que lo sepa y analice, no quiere decir que, en el fondo, no sea eso lo que está haciendo. Pero el filme es más complejo todavía.

Por un lado, el soldado da su testimonio a cámara, con su rostro digitalmente retocado (parece tener una máscara de esas usadas por los ladrones) porque teme que lo reconozcan y lo maten. Por el otro, él y el director van a la zona donde sucedió el hecho que se analiza: una noche, un grupo de soldados israelíes salieron en plan de venganza por la muerte de seis de los suyos, con la idea de matar a seis palestinos... al azar. Lo más duro del testimonio Z32 (ese es el número de legajo del caso) es que el muchacho admite lo macabro de los crímenes que cometió pero también reconoce haberlos cometido, en ese momento, sin sentir ninguna culpa y hasta con cierto placer morboso. "Nos entrenaban para eso, estábamos excitados por salir a matar árabes", admite.

Dos "bloques" más componen el relato: las conversaciones entre el soldado y su novia, filmadas por ellos mismos, en las que él intenta que ella lo perdone por lo que hizo, y ella duda. Le dice que sí, pero se nota que, realmente, no logra entenderlo y no sabe cómo puede estar con una persona que hizo eso, por más disculpas que pida. La otra "pata" es la musical, con Mograbi junto a un combo de jazz, quien --en una apuesta claramente "brechtiana"-- comenta las escenas (las canciones se grabaron después que el resto del material) y analiza la propia película.

Lo que diferencia a "Z32" de otras películas sobre soldados israelíes arrepentidos (los festivales de cine están llenas de ellas, no es sólo "Waltz with Bashir") es que logra mantener una inteligente distancia con el sujeto en cuestión. Mograbi lo escucha, sigue sus razonamientos y le da espacio y tiempo para que se explique. Pero está lejos de ponerse de su lado, de transformarlo en una víctima de las circunstancias, de... perdonarlo. Y el juego de máscaras digitales que usa para que su rostro no se vea, termina teniendo un doble sentido: más que ocultar su verdadero rostro, la máscara parece asumir que aún el más común de los jóvenes puede transformarse en un monstruo --un fantasma, un asesino, un "otro yo"-- cuando se le da un arma y una causa, por más insensata que sea.

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