17.3.10

Festival de Punta del Este - La escala humana



Hay algo que tienen los festivales chicos que los hace irresistibles a los que transitamos por eventos más grandes o que hemos visto al BAFICI transformarse en una suerte de pequeño monstruo: nos traen nostalgia, nos devuelven cierto encanto de la idea del festival como un encuentro de gente, de conversación, de anécdotas y de películas. Pero no películas en el sentido acumulativo “hoy yo vi esta que vos no viste” o algo así. Hay, por día, unas pocas películas para ver y la mayoría de los invitados, jurados, periodistas, directores y actores van a ver las mismas. Y esas son tema de conversación.

Tal vez no sea tan obvio para los cineastas, que muchas veces se manejan con más tiempo libre que los críticos/periodistas durante los festivales, pero sí lo es para nosotros, que solemos desconocer el concepto de “almuerzo”, cenamos pidiendo comida a las apuradas antes que cierren la cocina de los restaurantes y que podemos estar en una ciudad como Berlín sin salir de un edificio (que tiene cine, sala de prensa, etc, etc) durante 8 o 9 horas, apenas dándonos cuenta que hay una ciudad alrededor.

Un festival como el de Punta del Este otorga, más allá de sus problemas, esa posibilidad. Y lo hace sin llegar al otro extremo que es el de transformarse en una colonia de vacaciones que descuida por completo la programación. No, aquí se pasan las últimas películas de Claire Denis, Miguel Gomes, Isaki Lacuesta, Karim Ainouz, Matías Piñeiro, Mia Hansen-Love, entre otros, sin la necesidad de apretar una programación como si fuera un supermercado.
Uno puede desayunar, ver una película, almorzar tranquilamente, ver una o dos más, o salir a caminar y luego cenar y tomar unas copas, balanceando a la perfección la posibilidad de descubrir cine sin la sensación de agotamiento físico. El cine deja de ser una maratón en la que uno corre de sala en sala casi sin saber lo que ve, con poco tiempo para reflexionar, para transformarse en un cúmulo de experiencias compartidas. “Una conversación”, como decía ayer Gustavo Noriega en una interesante mesa redonda sobre la crítica, que lo tenía a él y a Diego Trerotola como invitados, entre otros (más sobre eso, mañana).

Hay festivales que dominan esto a la perfección, como Viena por ejemplo, que es de una programación ejemplar pero no abrumadora. Bajando en escala se puede encontrar a Gijón, en España, y al menos en mi experiencia, lo poco que duró el FICCO mexicano y otros festivales más (tampoco conozco tantos pequeños: mi trabajo me lleva por lo general a los grandes).
Punta del Este, es cierto, todavía no puede compararse con ninguno de ellos. Si bien la programación es bastante buena, la proyección en las salas deja bastante que desear y muy poca gente concurre a las funciones. Pero el festival se ocupa de que los que están trabajando --o ejerciendo funciones como jurado, como es mi caso-- tengamos la mayoría de los problemas resueltos, desde traslados a comidas, desde entradas películas a computadoras con wifi (si bien la conexión en este cuarto va y viene, pero dejémoslo ahí). Una conferencia de prensa de FRANCIA, con Natalia Oreiro, puede demorarse media hora y nadie explota ni enloquece. De hecho, la conferencia en sí es tan relajada y desprovista del quilombo que sería en Buenos Aires, que uno termina haciendo preguntas (algo que nunca hago en conferencias), sólo para tapar los baches y silencios.

No es que uno pretenda que el BAFICI vuelva a ser esto. De hecho, nunca lo fue. Pero en la pérdida de la escala humana, en la repartija de credenciales, invitaciones, exclusividades, dispersiones, y varios etcéteras, un festival pasa a ser una caja de resonancia de la industria o del cine al que representa.

Seamos claros: no me interesa que el BAFICI sea como Punta del Este, pero sí que se recupere su humanidad, la posibilidad de interactuar con las personas y dejar de estar tercerizados por los medios a los que representamos (ahora es más bien algo así como “leí que escribiste tal cosa”).
Y ese eco entre un festival y un cine es un reflejo de los intereses que hay en juego. En los festivales de Chile, Uruguay y México en los que estuve (nunca fui a Guadalajara, así que no opino de eso), siempre tuve la sensación de “comunidad”, de comunicación. En BAFICI, pese a que conozco a más personas que en todos los demás festivales juntos, ya no lo siento.

Acá, hoy, en Punta del Este, un festival en el que Pablo Stoll presenta las películas, Adrián Biniez ve todo lo que circula (los dos cineastas uruguayos más premiados de ¿todos los tiempos?) y uno no termina de marcar diferencias entre críticos y programadores (algo que pasa en varios países del mundo), las películas se comentan, los universos se cruzan e intercambian, la convivencia entre los distintos submundos del universo festivalero es sana, agradable, humana.


Siendo invitado a Punta del Este tuve la programación de las películas que tenía que ver días o semanas antes de que se dieran en conferencia de prensa. Siendo jurado en el BAFICI todo se guarda bajo cuatro llaves (le preguntás algo a un programador y, por más que te conoce hace 20 años, te mira con cara de "¿cómo me vas a preguntar algo asi?", como si uno fuera a publicar todo lo que le dicen), como si los periodistas fuéramos enemigos hasta no demostrar lo contrario. Esto es: escribiendo suplementos especiales oportunos (de los que salen el día que hay que empezar a vender entradas), redactando el día que la organización necesita que las cosas salgan publicadas, y así.

Punta del Este no es ni el 10% de lo que es el BAFICI: en infraestructura, en películas, en nada. Pero es un festival de caras, cuerpos, rostros, conversaciones, almuerzos, salidas, películas, discusiones, anécdotas; eventos donde se generan amistades, situaciones peculiares (haber estado cenando con Daniel Fanego y María Fiorentino hablando del rodaje de “Los condenados” durante horas, por ejemplo) y conexiones humanas.


El BAFICI lo tuvo en algún momento, pero cada vez más, es un mecanismo, un sistema, una empresa, una productora, un aporte a la mitificación de que esto que hacemos -o esto en lo que estamos metidos- es cuestión de vida o muerte. Y no, amigos, no lo es. Al menos, nadie me avisó si las cosas cambiaron.


PD. Si no comento películas en este post es porque las dos que vi ayer me decepcionaron y ni siquiera me motiva escribir sobre ellas.
 

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